Esta creciente exigencia se
fundamenta en la inconsistente base de que se aprende mejor cuanto más
divertida o amena es la lección. Craso error. Ni los juegos ni las risas
aseguran el correcto aprendizaje ni que se asienten los conocimientos que el
profesional desea transmitir. Y, por si ello fuera poco, la búsqueda de la
diversión supone una terrible pérdida de tiempo para el alumno y de dinero para
los padres.
Tras varios años de experiencia
docente, y muchos más como estudiante, he llegado a la conclusión de que la excelencia
educativa murió cuando la diversión sustituyó al concepto, mucho más
interesante, de motivación.
Muchos podrán argüir,
erróneamente sin duda, que ambos conceptos son iguales o muy parecidos, pero no
lo son: la diversión puede ser parte de la motivación, pero no un sustituto. Entendemos
por diversión el carácter lúdico con el que muchos entregados profesores
abordan sus clases, mientras que la motivación tiene más que ver con el
espíritu que se insufla al alumno y que lo guiará a lo largo de todo el proceso
educativo.
Así, una clase motivadora puede
suponer una enorme carga de trabajo para el alumno en forma de redacciones, de
copias, de traducciones, etc. No importa la carga de trabajo, siempre que el
alumno compruebe que sirve de algo, que aprende, que es mejor cada día gracias
a ese esfuerzo mental que realiza. Una clase lúdica, por el contrario, no
despertará en el niño el más mínimo interés por el conocimiento, sólo le
servirá de válvula de escape contra el estrés, al igual que una piscina de
bolas, la playa, o una tarde de Fortnite.
La experiencia me ha demostrado
que se puede pedir a un niño que copie y estudie tiempos verbales o estructuras
de cartas y debates sin menoscabo de afán por conocer. Siempre que se dé cuenta
de que puede usarlos y de que la recompensa es ser mejor de lo que era el día
anterior, o incluso mejor que los compañeros, su disposición será siempre la de
pedir más y mejores contenidos. No importa si un día está cansado o no tiene
ganas de algo, la motivación será más fuerte siempre que el cansancio.
El ludismo, por el contrario,
generará en el estudiante el deseo de no hacer nada, de no aprender ni hacer
ejercicios, de no mejorar en nada. La diversión representa como nada la vagancia
más absoluta. Un niño que juega es, en definitiva, un adulto que ni asumirá
responsabilidades ni realizará cualquier trabajo al que se le destine. Pensará
que la vida es un juego, cuando en realidad, es una lucha constante.
Aquellos profesores que se lavan
las manos y se entregan a la diversión colaboran con la peor de las maldades:
la erosión de una sociedad de individuos fuertes e independientes. Aquellos
padres que rechazan los deberes y exigen que sus hijos se diviertan, les hacen
el peor de los favores: negarles la adquisición de conocimientos y, finalmente,
convertirlos en inútiles.
Una verdad realmente cierta. Si bien es cierto que hay profes que dan mucha caña, si se hace de la manera correcta, le estarán haciendo un favor a los alumnos.
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